Santo Tomas frente al desafío del pensamiento moderno (1), por Cornelio Fabro

Santo Tomás de Aquino - Cornelio Fabro - instituto verbo encarnado

Cornelio Fabro 2[Publicaremos en las próximas entradas, Dios mediante, este capítulo de C. Fabro en el libro Las razones del Tomismo (EUNSA 1980, 15-45), en el cual colaboran también F. Ocariz, C. Vansteenkiste, y A. Livi.]

Capítulo I

Santo Tomás frente al desafío del pensamiento moderno

Ha pasado ya un siglo desde aquel 4 de agosto de 1879, cuando León XIII dirigía al mundo católico la Encíclica Aeterni Patris, con la cual proponía la doctrina de Santo Tomás como pauta en los estudios superiores de filosofía y teología. La Encíclica, de hecho, llevaba un título programático: De philosophia Christiana ad mentem S. Thomae Aquinatis, Doctoris Angelici, in scholis instauranda. La Aeterni Patrisha sido considerada como un hecho dogmático, es decir, una toma de posición que señala una etapa decisiva del Supremo Magisterio en su misión de indicar a los hombres el camino para la defensa de la verdad salvífica. Esto no sólo por la importancia del documento y la actitud decidida mostrada por el gran Pontífice, sino por la materia misma que se refiere directamente a la preservación de la doctrina de la fe y por las consecuencias no menos decididas que la orientación leonina tuvo en la actividad doctrinal de los Pontífices que le sucedieron.

Sobre el significado histórico de la Aeterni Patris —de aquella historia que, sobre todo en la vida de la Iglesia, se construye desde dentro y no se vuelve nunca atrás— se puede observar que la mente vigorosa del Papa León había recogido un proyecto que fue ya del mismo Pío IX[1], y que respondía a las vivas peticiones y propuestas hechas por el episcopado de todo el mundo a aquel venerado Pontífice y al mismo León XIII apenas subido al Solio Pontificio; peticiones y propuestas que incluso habían ya aparecido expresamente en el Concilio Vaticano I. Era la voz de los Pastores de la Iglesia, pidiendo al Supremo Pastor que la pusiera a salvo y la defendiera de los peligros de filosofías y teologías poco seguras que serpenteaban en el mundo católico: desde el fideísmo tradicionalista de Lamennais, Bautain, Bonetty, al idealismo inmanentista de Hermes, Günther, Frohschammer, al ontologismo de Ubags, Fabre, Rosmini, Gioberti… No por nada el antirromanismo, con el kantiano R. Eucken, había reaccionado con vehemencia ante la Aeterni Patris, proclamando a Kant el filósofo del Protestantismo, en contraposición a Santo Tomás filósofo del Catolicismo[2].

1. Pensamiento cristiano y pensamiento moderno ¿Dos mundos?

La máxima de Eucken : «Tomás de Aquino y Kant, una guerra de dos mundos» expresaba a su manera la fórmula exacta de la situación, dando así la justificación «a contrario» de la Aeterni Patris. Pero en realidad ¿es verdad y en qué sentido, que el pensamiento moderno se opone al pensamiento cristiano? —no decimos «el mundo moderno», puesto que el mundo en todo tiempo es siempre un campo abierto al Evangelio—. En este aspecto la Aeterni Patris no tiene sólo el significado de un balance, amargo balance, del pasado, sino sobre todo de una misión repleta de esperanzas —algunas ya realizadas— de cara al futuro. Es verdad que la Iglesia tiene su depositum Fidei del cual vive y que propone como vida espiritual a los fieles: en el ejercicio de su Magisterio ordinario y solemne –en el Vaticano II[3]–, ella señala en Santo Tomás la guía para realizar el encuentro entre fe y razón, naturaleza y gracia. Pero el hombre –y el creyente como ciudadano del mundo– vive en una cultura que prevalentemente ha roto este equilibrio: la Reforma rechazó la regula fidei  en el ámbito de la conciencia individual, y el pensamiento moderno ha puesto de nuevo el fundamento del ser en la actividad de la conciencia, destruyendo, paso a paso, el camino de la razón hacia la fe y proclamando, en las formas resolutivas del pensamiento contemporáneo, el ateísmo positivo y constructivo: el hombre pretende ahora levantarse únicamente sobre la plataforma de sus propias posibilidades.

De hecho, no hay duda de que con la aparición del pensamiento moderno se ha producido una postura radicalmente nueva del hombre en relación con la verdad, que es la del principio de inmanencia, opuesto a la trascendencia, como declarará la admirable Encíclica Pascendi  (1907) de San Pío X, condenando el modernismo como compendio de todas las herejías y camino cercano al ateísmo[4].

Es verdad al mismo tiempo, y la fisonomía actual del mundo nos lo patentiza a cada paso, que el pensamiento moderno se ha puesto en cabeza del desarrollo de la ciencia, de las concepciones sociales y políticas y del desarrollo de la técnica en todos los sectores de la vida, que ha puesto en manos del hombre las llaves de las fuerzas del cosmos y la ilusión de dominarlo.

Pero es también evidente que, precisamente esta creciente penetración del hombre en la naturaleza y el abismarse en los misterios oscuros de la psiké, le han producido como un temblor y un sentido de inseguridad creciente, como si toda conquista en la exploración del cosmos y en el dominio de la materia le revelase con horror el desconcierto del yo por la pérdida de su libertad y por la presencia de una amenaza creciente desde todos los frentes de las fuerzas de la naturaleza, dispuestas a desencadenarse para arrastrar consigo al incauto explorador. Así, la era de la máxima potencia que el hombre haya jamás conseguido, coincide con la inseguridad esencial que, abierta o solapadamente, circula por las más íntimas fibras del espíritu; y el hombre cae en la cuenta de que ha andado demasiado por el camino que él creía de la más absoluta libertad y que aparece, en cambio, como el de su última alienación. Y, no por casualidad, tanto la filosofía como la ciencia contemporáneas, se encuentran las dos enfrentándose con la nada y con la insignificancia del hombre en un mundo que pretende absorberlo y arrastrarlo en su destino[5].

La filosofía moderna ha respondido y sigue respondiendo que sólo el hombre puede salvar al hombre; pero la ciencia hoy responde que la naturaleza, por causa del hombre, se ha hecho más fuerte que el hombre mismo, y la historia nos advierte que la voluntad del hombre, cuando se trata de voluntad de poder, puede destruir, destrozar y perder, nunca construir, salvar. Evidentemente el hombre, hoy como siempre –como en los tiempos de San Agustín y de Pascal, de Vico y de Manzoni–, se encuentra a un paso del abismo, pero se rebela contra la ley de la necesidad y del destino, no cree ya en el mito «del eterno retorno de lo mismo» y no quiere aceptar la inevitabilidad de la catástrofe. ¿Es posible salvar y alimentar la llama de la esperanza? Para el creyente, para aquel que mantiene seguro el pensamiento de la Providencia y está convencido de que la vida en el tiempo puede configurarse de cara a la eternidad y en ella redimir y completarse, la respuesta no admite dudas ni oscilaciones  –sean  cuales fueren  los acontecimientos humanos y el sucederse de las pasiones humanas–. Pero esta seguridad del creyente, para el que la mirara desde fuera, tal vez podría confirmar y exasperar la separación entre el cristianismo y el mundo moderno y agudizar la oposición entre ciencia y fe, entre naturaleza y gracia, entre filosofía y teología…, que parece han llegado ahora al punto máximo de tensión y saturación. En este sentido, la situación actual de la Iglesia tiene profundas analogías con la situación de los tiempos del Vaticano I: aunque la polémica contra la Iglesia es hoy menos clamorosa, la separación del hombre de Dios es más profunda, las exigencias parecen por lo mismo más decisivas. Es por esta situación de sinceridad y de compromiso radical del cristiano consigo mismo y con el mundo por lo que el Magisterio de la Iglesia ha puesto a Santo Tomás, en este último siglo, en una posición que ha sido tomada como valor de guía y afirmación de principio. Este hecho, que es ciertamente único en la historia de la Iglesia, ha turbado a no pocos, fuera y dentro; pero a esta turbación los documentos pontificios han salido al paso con principios precisos, y que es indispensable tener presentes para no errar en el momento esencial. Para esclarecer la posición del cristianismo en el mundo moderno, y la función del tomismo dentro de la verdad cristiana, convendrá primero fundamentalmente limpiar el terreno de las insidias más llamativas.

Ciencia y filosofía

Antes que nada –es la primera observación–, es preciso afirmar la clara distinción entre ciencia y filosofía: éstas forman parte de perspectivas intencionales radicalmente distintas; la ciencia se preocupa de las leyes del sucederse de los acontecimientos en el espacio y en el tiempo, de cara a una posible transformación de los procesos naturales al servicio de la vida del hombre; la filosofía investiga sobre el significado último de la realidad de la verdad –del ser y de la vida– y del hombre en su cualidad de conciencia que reflexiona sobre el significado de su ser y de su último fin. En este sentido, hay que afirmar que los progresos de la ciencia moderna no dependen directamente de la orientación y de los principios de la filosofía moderna, sino de los métodos, siempre más adecuados, inventados por la ciencia en orden a la investigación que se ha venido realizando, mediante esquemas y modelos matemáticos, de un modo siempre más autónomo. Por lo tanto, los progresos de la ciencia moderna no son en modo alguno una prueba o confirmación de la filosofía moderna –una tesis semejante acerca de la dependencia directa entre la ciencia y la filosofía y viceversa, que aflora a menudo en los sectores más cansados de la cultura contemporánea, no sólo limita la ciencia, sino que destruye la misma filosofía, que encontraría fuera de sí misma su fundamento, en un sector intencional inferior a ella.

La confirmación de esto la encontramos en el mismo desarrollo de la filosofía moderna que se ha ido fracturando de siglo en siglo en torno al concepto mismo de realidad y de verdad, hasta declarar al hombre, en el marxismo ateo, un simple medio para la lucha de clases, mientras en el existencialismo ateo viene reducido a una «pasión inútil» (Sartre). Pero la distinción básica entre ciencia y filosofía tiene un valor intrínseco y vale para toda civilización, incluso para la antigua y medieval: tampoco para estas épocas la filosofía ha de ser considerada en equivalencia con la ciencia, pues está el hecho innegable del enorme desarrollo de la filosofía en aquellos siglos en contraposición con el pequeño desarrollo de la ciencia. No es verdad, pues, –como se dijo inmediatamente al aparecer la Aeterni Patris– que el acudir a Santo Tomás por parte de la Iglesia sea anacrónico, por el hecho de que el mundo en que él vivía haya sido superado por la ciencia moderna. El problema fundamental de la conciencia humana no se refiere a la ciencia, sino a la determinación del concepto de verdad, desde la cual fundamentar e iluminar la esencia y los derechos de la libertad, que está en la base de la misma ciencia. La ciencia, tanto en la investigación como en los métodos, está en continua evolución y progreso: en cambio, la noción de verdad y libertad en su esencia y la relación fundamental del hombre al ser no puede ser mudable, porque es constitutiva para la conciencia humana; debe, por tanto, tomarse desde el principio con plena advertencia y responsabilidad. La noción, pues, de verdad en Santo Tomás puede perfectamente considerarse válida, aunque la física o biología de su tiempo ya no nos valgan y no pertenezcan ya a la ciencia. Santo Tomás mismo –es necesario repetirlo con energía– consideraba las teorías físicas científicas de su tiempo[6] –y la observación sirve para la ciencia de cualquier época– las consideraba, digo, como hipótesis susceptibles de ser siempre sustituidas por otras más adecuadas y comprensibles. Se trata de esto: la determinación del concepto de verdad abarca la primera postura del hombre para con el ser como tal, y se refiere a la esencia de la libertad del hombre en la elección de su último fin.

En cambio, la ciencia –ya se trate de la ciencia de la naturaleza (Naturwissenschaften) o de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften)– actúa en sectores específicos de la realidad física y espiritual, donde el camino hacia los respectivos objetos exige técnicas y procedimientos particulares. La filología, la historia civil y eclesiástica, la arqueología, la misma historia de la filosofía y de la moral, por poner algunos ejemplos, son una conquista válida de la cultura moderna, y hoy Santo Tomás sería el primero en alegrarse de ello y en recoger sus resultados positivos. Los que en siglos pasados han impugnado en nombre de Santo Tomás los progresos objetivos de la ciencia, no solamente han dañado a la civilización cristiana –hoy se puede francamente reconocer– sino que no han entendido el espíritu del tomismo en el momento más crucial. Una sociología de la cultura, orientada sin prejuicios de ninguna clase, podría iluminar los errores de método y los factores negativos que han conducido a las situaciones y episodios molestos que se podían haber evitado: un excesivo contacto entre filosofía y ciencia, como también una dependencia demasiado directa entre teología y filosofía, entre autoridad y ciencia en general, pudieron ser causa en el pasado de preocupaciones que ya no existen, gracias al progreso de la metodología científica y a la distinción más clara de objetivos. Los errores, por tanto, que ciertos escolásticos y tomistas tal vez cometieron –en el pasado– en el campo científico, no pueden desvirtuar la consistencia de la determinación fundamental del concepto de verdad recogido del realismo clásico y formulado por Santo Tomás. Por lo demás, sobre todo en nuestro siglo, cuando la ciencia se ha separado claramente de la filosofía, la cultura católica no sólo no se ha mostrado con prejuicios, sino que ha colaborado y colabora directamente con los mejores institutos de investigación.

La segunda e igualmente importante observación es que la contraposición no se hace –ni se puede hacer– entre ciencia moderna y filosofía clásica, sino únicamente entre filosofía clásica y filosofía moderna, y más directamente entre las dos perspectivas antitéticas que responden al principio de inmanencia y al principio de trascendencia. Es éste el elemento decisivo para esclarecer el punto crítico de la oposición, es decir de la que Eucken ha llamado «la batalla de dos mundos» (ein Kampf zweier Welten), en su respuesta de ataque a la Aeterni Patris. Expresado con una fórmula obvia, propuesta por el mismo Hegel en la Einleitung a la Phänomenologie des Geistes, el carácter fundamental de la filosofía es la superación de la oposición entre pensamiento y ser, que constituye el supremo desdoblamiento (die höchste Entzweiung)de la conciencia[7]. De ahí la denominación cabalmente de inmanentismo y de filosofía de la identidad, o sea, de trascendentalismo y humanismo para el pensamiento moderno, y de realismo, o sea, de dualismo y trascendencia para la filosofía clásica. Esta oposición circula, como es de esperar, en todos los momentos y planos de la actualización de la conciencia.

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[1] Ha recogido con empeño la documentación publicada A. Piolanti, Pío IX e la rinascita del tomismo, Città del Vaticano, 1974. Para la puesta a punto de la cuestión en toda su amplitud y, en particular, para darse cuenta de la sabiduría de Pío IX en el tortuoso y todavía no aclarado asunto Rosmini, es indispensable el estudio directo de los documentos, en su mayor parte aún inéditos. La obra de Radice, citada por A. Piolanti en p. 50, en su planteamiento y en sus conclusiones, deberá sufrir radicales modificaciones.

[2] En el ensayo: Thomas Aquinas und Kant, Ein Kampf zweier Welten, Berlín, 1901. Anteriormente, el autor había atacado directamente la Aeterni Patrisen el volumen: Die Philosophie des Thomas von Aquino und die Kultur der Neuzeit, I ed. Leipzig, 1886; II ed. Bad Sachsa, 1910. De parte católica, la Encíclica fue atacada con violencia por Frohschammer, Die Philosophie des HI. Thomas von Aquin, Leipzig, 1889.

[3] Cfr. Decr. Optatam totius, n. 16 y Decl. Gravissimum educationis n. 10.

[4] Enchiridion symbolorum, DB (1932), nn. 2.071 ss. (la 2.a ed., DS 1963, está notablemente abreviada).

[5] Vid. Juan Pablo II, Enc.Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 15.

[6] Sobre las teorías de la antigüedad sobre el movimiento de los astros y sobre el contraste entre Aristóteles y Tolomeo, Santo Tomás es tajante, afirmando el carácter puramente hipotético de tales teorías: «Unde hoc non est demonstratio, sed suppositio quaedam» (In De Caelo et Mundo,I, 1, n. 28). Y más explícitamente en un texto de fecha precedente: «Alio modo inducitur ratio non quae sufficienter probat radicem, sed quae radici iam positae ostendat congruere consequentes effectus. Sicut in astrologia ponitur ratio excentricorum et epicyclorum ex hoc quod, hac positione facta, possunt salvari apparentia sensibilia circa motus caelestes; non tamen ratio haec est sufficienter probans, quia etiam forte alia positione facta salvari possent» (S. Th. I, 32, 1 ad 2).

[7] Hegel, Phänomenologie des Geistes,Jo. Hoffmeister, Leipzig, 1937, pp. 9 ss. (Vorrede).

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